Lic. Lupita:
He leído en muchas ocasiones que recomiendas la Confesión. Yo creo que
es cierto que uno se libera cuando se confiesa con Dios, pero creo que debemos
hacerlo directamente con Él, y no ante un sacerdote, que tantas veces falla. Mi
hija decidió confesarse después de 12 años y a mí me dio mucho gusto; pero el
Padre tenía prisa y la atendió por cumplir: la despidió rapidito, sin decirle
nada. ¡Cuánto decepcionan algunos sacerdotes! Mi hija sólo se sintió mejor
cuando habló con Dios directamente en su habitación y sin testigos. ¿Por qué
los Curas no aceptan que la Confesión se haga directa? Ellos hasta
descansarían, ¿no?
Patricia
O.
Paty:
Gracias por tocar este tema tan importante para los
católicos. Recordemos que la Iglesia no es una asociación de personas que votan
para ver qué le acomoda a la mayoría; es una institución fundada por Cristo y
llevada adelante por hombres que, en fidelidad a su Fundador, no alteran en
nada sus mandatos. Estos hombres, desde luego, cometen errores humanos, pero no
por ello bajan las exigencias cristianas, sino que se esfuerzan por
alcanzarlas, aunque resulte trabajo de héroes.
La Confesión no es un invento de los Curas. Ellos no
son los que perdonan, sino Dios, a quien ofendemos con nuestras faltas. Vamos a
entender cómo se instituyó este Sacramento:
Jesucristo dijo a un paralítico “Tus pecados te son
perdonados” (Lc.5, 20). En ese momento
los judíos se escandalizaron, porque en su mentalidad sabían que sólo Dios
podía perdonar los pecados y no creían en la divinidad de Jesús. Pero Él
demuestra que es Dios al curar milagrosamente al paralítico, a la vista de
todos.
Perdonó también a la mujer adúltera “Tus pecados, que
son muchos, te quedan perdonados” (Lc.7, 47), y al buen ladrón en el Calvario
“En verdad te digo que hoy mismo estarás conmigo en el Paraíso” (Lc.23, 43).
Jesucristo comunica este poder, para perdonar los
pecados, a sus Apóstoles, al soplar sobre ellos el mismo día de su Resurrección
y decirles: “Reciban al Espíritu Santo. Quedan perdonados los pecados a
aquellos a quienes se los perdonen, y retenidos a quienes se los retengan”
(Jn.20, 23). Así, este poder, exclusivo de Dios, es comunicado a los hombres
que Él eligió para fundar su Iglesia.
Lógicamente, el poder para perdonar los pecados no
podía extinguirse con la muerte de estos Apóstoles, por lo que ellos lo
comunicaron a sus sucesores, imponiéndoles las manos. Por más de 20 siglos los
poderes sacerdotales se han ido transmitiendo del mismo modo el día de su
propia ordenación.
El Obispo invoca al Espíritu Santo e impone las manos
sobre la cabeza del Diácono, confiriéndole los poderes sacerdotales.
Los pecados escuchados por el sacerdote, desaparecen
por completo una vez que él nos da la absolución. ¡Ya no existen!, ¡volvemos a
nacer!
El Papa Benedicto XVI pidió durante su pontificado que
los sacerdotes retomaran esta actividad con amor oblativo. Ciertamente ellos son
humanos y, en ocasiones, pueden estar cansados o afectarles sus defectos de
carácter. Recemos por ellos que, como hijos predilectos de María, sufren muchos
ataques del enemigo, a quien le interesa desarmarlos para que dejen de acercar
tantas almas a Cristo.
Más que criticarlos, hemos de orar por ellos. Y
nosotros, no renunciemos a este don precioso de obtener un alma limpia con este
sencillo acto de humildad: la Confesión Sacramental.
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Tan acertada como siempre en tus comentarios querida Lupita. Un abrazo.
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